Universidad de Costa Rica

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Lenguaje y cultura patriarcal: asociados para delinquir

Una de las expresiones fundamentales de la cultura es el lenguaje. La relación lenguaje-cultura, ha sido estudiada desde principios del siglo veinte. Son muchas las disciplinas de las ciencias sociales que han profundizado en ese vínculo y esto ha hecho que sea más complejo comprender los distintos aportes. De modo que seguirá dándonos mucho qué pensar.

Vivimos en el marco de la cultura patriarcal, la única que conocemos y que nos ha estructurado desde hace miles de años. Esta cultura se amolda y adquiere características específicas en cada región del mundo, en cada grupo social y hasta en cada familia y persona.

Sin embargo, la cultura patriarcal también nos ha dado los recursos para decodificarla; desde la teoría de género y el feminismo, ha sido posible comprender que esta larga tradición de dominación masculina, apoyada en diferencias, no es natural y ha construido desigualdades que podemos ir cambiando a favor de una vida justa y armoniosa para todas las personas.

La importancia de comprender la relación entre el lenguaje y la cultura patriarcal es crucial para el avance de la sociedad, debido a que los conceptos implicados responden a fenómenos profundamente representativos de nuestra condición humana. Porque creamos cultura, nos convertimos en personas. Y fue ahí mismo que inventamos el lenguaje que, a su vez, es expresión de esa cultura.

Varias obras de filosofía y lingüística relacionan el lenguaje con la cultura y con el pensamiento. Ya en 1927, el filósofo Winttgenstein, afirmaba que los límites del lenguaje son los límites del pensamiento (Lara Icaza, 2014). Si bien existen críticas a las posiciones más extremas, es innegable que hay una relación del lenguaje con la mentalidad colectiva y la conducta individual y social (Calero Fernández, 1999) que hacen y transforman la realidad en el marco de la cultura.

De modo que lenguaje y cultura patriarcal son dos conceptos que debemos considerar en conjunto si queremos acercarnos a un contexto como la UCR. De hecho, a nivel institucional observamos que existe una comprensión común desde las políticas enunciadas con respecto al tema del género (desde 1999) y al de lenguaje inclusivo (a partir de 2003). Por esta razón, nuestro objetivo no es profundizar en ellos aisladamente ni en su vínculo, como objetos de conocimiento , sino en una perspectiva orientada a nuestro tema específico.

Partimos de que el lenguaje expresa la cultura patriarcal/androcéntrica en la que se ha gestado y desarrollado; comparte ese sistema de valores donde el hombre es la única medida de todas las cosas y el punto de vista masculino prevale sobre cualquier otra visión de la realidad. Lo que se plasma en una convivencia social que supone la invisibilización, minimización, subordinación e inferiorización de todas las posibilidades de ser personas que impliquen rupturas en la cosmovisión androcéntrica, como son las personas con identidad de género distinta a la masculina, entre ellas las mujeres.

La manera en que las personas utilizan la lengua legitima esta realidad y la recrea en una dinámica circular de flujo constante entre cultura patriarcal-lenguaje. Por medio de la lengua, y particularmente del discurso (Fairclough, 2001; Foucault, 2002), se crea y se comparte la cosmovisión del mundo. De ahí, podemos afirmar que el androcentrismo es parte del sistema lingüístico (Lara Icaza, 2014), entendiendo que la lengua es un sistema de signos cuya génesis es social (Voloshinov, 2009) y que en ella también se ven marcadas nuestras relaciones políticas tanto por medio de las decisiones lingüísticas al hablar y escribir como por las instituciones que se relacionan con la lengua, tales como la Real Academia Española -RAE- (del Valle, 2007).

En la primera mitad del siglo XX y, principalmente desde la antropología y la lingüística, se empezó a identificar la manera que asumía el lenguaje en la cultura patriarcal desde las formas de comunicación de cada uno de los sexos. Durante este período se habló de bilingüismo -como si el habla de hombres y mujeres fuera tan distinta que se tratara de otra lengua- y de lenguaje de las mujeres.

Muchos de los trabajos de ese momento constataron cómo las mujeres de algunos grupos aborígenes estaban excluidas de hablar el lenguaje que los sacerdotes utilizaban en actos rituales (por lo tanto estaban excluidas del conocimiento de lo sacro), o cómo el lenguaje del grupo originario se dejaba únicamente a las mujeres cuando emergía en la comunidad la nueva lengua del grupo conquistador, al tiempo que se describían, en esos estudios, los impedimentos lingüísticos que tenían las mujeres, como el de pronunciar los nombres de todos los varones pertenecientes a la familia de sus esposos, en grupos particulares.

Son experiencias que podemos sentir lejanas en el tiempo y el espacio por tratarse de distintos grupos de habitantes de las Pequeñas Antillas en el Caribe estudiadas a principios del siglo XX. Sin embargo, podríamos acercar esa experiencia a través, principalmente, de dos hilos conductores que nos aportaron esos estudios. Uno es el descubrimiento de una “codificación sexual” en la lengua, como lo señala Patricia Violi (1991); el segundo es la constatación de que el lenguaje es un asunto de poder, asume los códigos convenientes al grupo de más poder en las comunidades, inclusive en su estructura (Violi P., 1991). En el caso de las comunidades antillanas vemos cómo el lenguaje expresaba el lugar subordinado de las mujeres.

De hecho, en el contexto costarricense, un ejemplo que nos acerca a la información anterior lo tenemos en el Teatro Nacional. Su arquitectura da cuenta, en su segundo piso, de la cosmovisión del momento en que fue creado: dos salas servían para separar el espacio donde hombres y mujeres hablaban, pues temas como la política no debían ser comentados por mujeres. En este caso, observamos el poder sobre lo que se puede o no se puede decir (Foucault, 2002) ejercido sobre las mujeres. De tal modo que está claro que la exclusión en el habla afecta nuestra cultura y que hace parte de la discriminación de género que cruza épocas y regiones.

En la década de los setenta y los ochenta, emergieron la sociolingüística y la lingüística feminista. Desde esas disciplinas, múltiples estudios revelaron con mayor profundidad la vinculación del lenguaje, en los tiempos modernos, con la cultura patriarcal, y la manera como ésta imprime su concepción discriminatoria hacia la mujer en los códigos que lo facilitan. También, y esto es fundamental en nuestra hipótesis, revelaron rasgos comunes de las culturas estudiadas y, entre éstos está la existencia de un sistema de creencias (ideología) y su expresión en el lenguaje que explícitamente devalúa a las mujeres y lo considerado femenino (Facio, 2005).

Una de las estrategias particulares, y de las más conocidas, tiene relación con expresiones que muestran un lenguaje genérico (género no marcado) supuestamente neutro, que nos representa a ambos sexos (Calvo, 2016). Estas y otras formas de lenguaje tendrían como orientación la perpetuación del statu quo con la correspondiente reproducción de los estereotipos y roles de género; su principal consecuencia es la subordinación, minimización e invisibilización de las mujeres y lo femenino, así como su aporte a la sociedad:

El lenguaje no es neutro, no solo porque quien habla deja en su discurso huellas de su propia enunciación, revelando así su presencia subjetiva, sino también porque la lengua inscribe y simboliza en el interior de su misma estructura la diferencia sexual, de forma ya jerarquizada y orientada (Violi P. , 1991, pág. 36)

En nuestro país, el reciente libro de Yadira Calvo (2017) ofrece un panorama erudito y puntual de las polémicas y los enfoques desde donde ha sido abordado el tema del lenguaje en la cultura patriarcal. Por otra parte, la tesis de Silvia Rivera Alfaro contiene elementos fundamentales y descriptivos para ahondar en cómo se ha venido conformando, institucionalizándose y normalizando el uso del lenguaje inclusivo de género a través de políticas lingüísticas implícitas y explícitas.

Concluimos que siendo el lenguaje una práctica social variable y compleja, el sesgo machista se ve inscrito profundamente en la manera en que lo utilizamos y en algunas normas que se establecen con respecto a su uso, especialmente desde actores políticos que lo regulan. Dicho sesgo se encuentra tanto en el lenguaje oral, académico o coloquial, como en el lenguaje escrito institucional en las diferentes instancias y espacios que se generan en la comunidad universitaria.